Traducción rápida del artículo del NYT, "The Dream of Leaving Cuba", de Yoani Sánchez. La bandera de Cuba es de Wikimedia, concretamente de Madden
Afuera el sol es cegador caliente, y en la oficina de inmigración de 100 personas están sudando profusamente. Pero nadie se queja. Una palabra crítica, una actitud exigente, podría terminar en el castigo. Así que todos esperamos en silencio por una "tarjeta blanca", la autorización para viajar fuera de Cuba.
La tarjeta blanca es uno de los absurdos migratorios que impiden a los cubanos salir y entrar libremente de su propio país. Es nuestro propio muro de Berlín sin el cemento, la tierra minada de nuestras fronteras pero sin explosivos. Una pared hecha de papeles y de sellos, supervisados por las miradas tristes de los soldados. Estos caprichosas costos de salida de permisos de más de $ 200, un año de salario para el cubano promedio. Pero el dinero no es suficiente. Tampoco lo es un pasaporte válido. También deben cumplir con otros requisitos no escritos: las condiciones ideológicas y políticas que nos permiten o no, abordar un avión.
Con tantos obstáculos, recibir un "sí" es como escuchar el chirrido de los tornillos hacia atrás en una puerta de la celda. Pero para muchos, como yo, la respuesta es siempre "no". Miles de cubanos han sido condenados a la inmovilidad en esta isla, aunque ningún tribunal haya emitido un veredicto. Nuestro "delito" es pensar de manera crítica frente al gobierno, ser un miembro de un grupo de oposición o suscribirse a una plataforma en defensa de los derechos humanos.
En mi caso, puedo hacer alarde del triste récord de haber recibido 19 negativas desde el año 2008 de mis solicitudes de una tarjeta blanca. Estas, dejaron una silla vacía en cada conferencia, en cada entrega de premios, en todas las presentaciones de mis libros. No he recibido ninguna explicación, sólo la frase lacónica "Por ahora, no está autorizada a abandonar el país."
Pero no sólo a los disidentes o críticos sufren estas restricciones a la movilidad. Cientos de médicos, enfermeras y profesionales de la salud, ya que el gobierno valora mucho el riesgo de perderlos. Sabemos que la elección de las profesiones significa que van a salvar vidas, pero será poco probable que lo hagan en otras latitudes. Hemos visto a familias separadas, a hijos en el exilio, mientras esperan la aprobación de las autoridades para salir. Algunos esperar tres años, cinco años, una década, o bien, para siempre.
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La lista negra de aquellos que no pueden cruzar el mar es larga, y aunque la información no se publica, todos sabemos cómo funciona el sistema. Y por eso nosotros nos ponemos máscaras de conformidad antes de los ojos vigilantes del Estado, con la esperanza de alcanzar el sueño dorado de cruzar las fronteras nacionales. El permiso de salida se convierte así en un método de control ideológico.
Hace unos días, Ricardo Alarcón, presidente del Parlamento cubano, dijo en una entrevista extranjera que el gobierno está estudiando una reforma radical de la emigración. Pero todos sabemos cómo el gobierno cubano utiliza el eufemismo "estamos estudiando" para ganar tiempo en lo que podría convertirse en una espera de décadas.
En realidad, estas mismas autoridades no están dispuestas a renunciar a esta industria rica que les lleva a millones de dólares al año en honorarios para entrar y salir del país. Los rumores vuelan, pero el nunca se quede en posición abierta.
Hace un año, por ejemplo, cuando yo solicitaba el permiso para asistir a un evento en España, "se rompió" la noticia de que los cubanos no tardarían en poder viajar libremente. Cuando le pregunté a la funcionaria encargada de tramitar mi petición si eso era cierto, ella se burló de mí: "Anda al aeropuerto, a ver si te dejan salir sin una tarjeta blanca."
Esa misma tarde, en que se emitió una negación más, mi celular sonó con insistencia en mi bolsillo. Una voz entrecortada me relató los últimos momentos en la vida de Juan Wilfredo Soto, un disidente que murió varios días después de ser esposado y golpeado por la policía en un parque público. Me senté para sostenerme, mis oídos sonando, lavar mi cara.
Me fui a casa y miré mi pasaporte, lleno de visados para entrar en una docena de países, pero carente de una autorización para salir del mío. Junto a la cubierta azul, mi marido colocó un informe con los detalles de la muerte de Juan Wilfredo Soto. Mirando la fotografía con el escudo nacional en mi pasaporte, sólo pude concluir que en Cuba no ha cambiado nada. Seguimos en las garras de las mismas limitaciones, atrapados entre los altos muros del sectarismo ideológico y los grilletes apretados de las restricciones de viaje.
Agradecemos la foto a Wikimedia, es de Yoani y su marido, Reinaldo Escobar.
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